martes, 5 de junio de 2012

ELSA DRUCAROFF: SOBRE EL CUERPO FEMENINO EN EL CUENTO "MIL OJOS"

(Fragmento de "LOS PRISIONEROS DE LA TORRE", Emecé, 2011, páginas 472 a 476)

Varios relatos de la NNA (Nueva Narrativa Argentina) despliegan un imaginario masculino profundamente diferente donde lo bizarro, lo sadomasoquista, la debilidad y el llanto se valoran con acentos ausentes casi siempre en la literatura anterior. Experimentar con el lugar social del macho no es solamente, como antes, llevar a las últimas consecuencias el sadismo y la dominación sobre lo femenino que alienta el Orden de Géneros, hoy también pasa por pensar la subjetividad de las víctimas, su resentimiento o su odio activo, por investigar todas las posibilidades del encuentro. Tampoco es preciso ya justificarse con elucubraciones filosóficas (los libertinos de Sade) o refugiarse en el lugar común del cuerpo femenino fetichizado, objetualizado, que propone la industria cultural pornográfica. Ni justificarse, ni evitarlo. Nada de esto se desecha o se estigmatiza: todos esos materiales están disponibles pero para las elaboraciones más libres, imprevistas, subversivas. En esta narrativa los hombres pueden ser sádicos y sin embargo estar desgarrados, su impostura de certeza y completud está quebrada y sufren, y son capaces de amar. No se conectan con el cuerpo femenino únicamente como poderosos conquistadores, amos que disciplinan la naturaleza. Llegan a esa verdad impelidos por una compulsión que no manejan ni comprenden, débiles, desesperados, se ven actuados, hablados, gozados por una cultura que los atrapa.

Eso les pasa a todos los varones de la obra de Ramos: descolocados, en falta, atrapados en un género que les exige la farsa de parecer completos, son perdedores rabiosos que exploran ansiosamente la virilidad a ver si por vías inéditas logran entender su fracaso. Sin embargo, tampoco son varones como Erdosain, Balder o los novios sensibles y atormentados de Arlt, porque no se protegen, no se aseguran de que su mujer, si los abandona, termine como Elsa Erdosain en un convento de monjas, sin haberse dejado tocar por el que iba a ser su amante, no intentan garantizar su patético «honor» o que sus novias sean vírgenes, y sobre todo no se consideran, como los héroes arltianos, dueños de la gran lucidez o la gran ideología revulsiva, no reclaman para sí supuestos beneficios que una sociedad injusta debería reconocer a los atormentados y notables revolucionarios que se animan a criticarla. A diferencia de los personajes de Arlt, los hombres de Pablo Ramos no reclaman admiración al lector o a la lectora, apenas empatía, cierta solidaridad con su flaqueza, cierta ternura y hasta paciencia. (...)

Hay muchos más ejemplos: asco, odio y atracción desenfrenada es lo que el narrador de «El círculo de los ojos de Fabiana», de Gustavo Nielsen, siente por la enfermedad que afecta la vista de su novia. Por eso terminará vaciándole los ojos con una tijera. Pero no limpiará de ese modo el secreto de un incesto que lo atrapa como un amor inacabable. El asesino serial de Edgardo Scott (un escritor que se caracteriza por una escritura voluntariamente apática y neutra donde palpita, no obstante, una violencia desmesurada) es un hombre solitario que demanda amor.

En el imaginario narrativo de Juan José Burzi, todos los cuerpos humanos testimonian la degradación y muerte que los aguarda. La impotencia no está afuera, atraviesa a todos y Burzi la percibe en la certeza del cuerpo, en la podredumbre de la materialidad no semiótica que amenaza a varones y mujeres: “(…) Enfrente había una chica con el pelo atado, sentada en el suelo, feliz. Sostenía un vaso con algo (veneno) que se balanceaba acompasadamente cada vez que se reía. Para hacerlo era un tanto exagerada, y si bien la risa quedaba sepultada por la música y Leo no lograba oírla, sí alcanzaba a ver cómo mostraba las encías y los dientes, encías de un color rojo violáceo que seguramente sangraban al menor roce con algo. Los dientes tenían relativamente poco tiempo más en su boca, años tal vez. Algunos ya amarillentos por el cigarrillo, otros simplemente se iban a ir aflojando y un día, cuando mordiera algo duro, caerían uno a uno. No se podía hacer nada. Y frente a ella estaba ese chico con el símbolo de la paz colgando del cuello y la remera sin mangas. Leo podía verlo bien, la forma de la calavera, las cuencas redondas y oscuras como dos cavernas, esos ojos que miraban sin disimulo el escote de la chica se iban a resecar, se convertirían en algo gelatinoso, el celeste intenso iba a opacarse hasta confundirse con el marrón indefinido de la descomposición. Luego, y solamente por un tiempo corto, todo iba a ser blanco, un blanco óseo.(…)”

Vale la pena detenerse en el recorrido de la mancha temática del cuerpo en la obra de Burzi. Su primer libro, la novela breve El trabajo del fuego, no sale de la masculinidad estereotipada: propone la típica relación entre el artista y su musa donde el primero confisca el saber corporal de la segunda para su creación. Pero esta musa no es una mujer bella sino que lo fue, tiene ahora un cuerpo deforme y mutilado, aunque igualmente objetualizado y servicial.

Hasta acá, no hay nada nuevo. Pero en su próximo relato, «Mil ojos», Burzi retoma esa idea para dar una vuelta de tuerca tremenda: imagina una suerte de prostíbulo para voyeurs donde los hombres no demandan cuerpos vivos de mujer para tener sexo sino cadáveres femeninos para observar. Lo que compran es tal vez la ilusión de domeñar la muerte, disciplinando con su mirada reflexiva esa carne incomprensible. En algo que el texto llama, a falta de otra palabra, «bar», ellos se recuestan entre sillones y almohadones para contemplar, mientras beben silenciosos, inmensas cajas de vidrio («peceras») donde, encerradas con un candado por el lado de afuera, las mujeres posan desnudas e inmóviles, maquilladas como cadáveres que murieron de muerte violenta, luciendo heridas fatales y contusiones.

Como en su primer libro, Burzi examina las relaciones entre el artista y la musa inspiradora, piensa los lazos entre belleza y fealdad después del Romanticismo y las vanguardias históricas; otra vez fusiona el objeto femenino musa con la muerte y la mutilación. Sin embargo, hace algo muy diferente de El trabajo del fuego, algo que lo aleja definitivamente de repetir estos tópicos románticos: cuenta todo desde la perspectiva de Betsabé, una de las muchachas que posan fingiendo la muerte. Y Betsabé es, antes que nada, una asalariada, una chica sola en la ciudad que precisa dinero y trabaja para vivir en una sociedad que, como sabe el propio Burzi en carne propia, no da precisamente buenas oportunidades laborales a los jóvenes.

Pasiva, encerrada, obediente a la mirada de los hombres, Betsabé se toma muy en serio su oficio terrestre y se perfecciona en el servicio que ofrece. Para eso no solamente mejora el realismo de su performance nocturna cadavérica, como una geisha mortuoria, sino también (he aquí la novedad) reflexiona sobre su función social de género, sus efectos sobre los hombres, qué les da ella cuando hace bien su trabajo. Resulta entonces que el objeto (la musa, el abismo, la muerte, el cuerpo al servicio del varón) piensa y así se asoma a la profundidad y ambigüedad de algo demasiado grande y peligroso. Porque ella ignora (igual que los lectores) si los varones que acuden al bar y pagan ese servicio creen que están viendo realmente cadáveres o saben que cada noche se hace una representación: “(…) ¿Qué miraba ese hombre de ojos ensoñados? ¿Veía un cadáver con signos de vida o a un ser vivo disfrazado de muerte? ¿A qué farsa se entregó durante el tiempo que no le quitó la mirada de encima? […] ¿qué cosa la inquietaba más: que él supiera o que no supiera nada?(…)” ¿Qué ves cuando me ves?, pregunta a su carcelero la mujer enmudecida y encerrada. ¿Estoy viva o estoy muerta? Si bien la orden laboral es permanecer callada, exangüe, su subjetividad inquieta lo interpela, lo confronta con quién es, qué desea, cuál es su fantasía masculina, esa misma que le permite a ella pagarse la comida y el alquiler, la que le dio un lugar en el mercado de trabajo capitalista. En el implacable planteo de «Mil ojos» queda claro, finalmente, quién es la única que definitivamente sale perdiendo: no se produce la previsible inmolación romántica, el varón artista no muere por llevar su obra creativa a las últimas consecuencias como en El trabajo del fuego, y si hay una muerta, no es por amor ni por identificación con el deseo masculino (como aquella Maga de Cortázar que, para goce de Oliveira, el varón explorador de «ríos metafísicos», se arrojaba ella misma a uno de verdad después de abandonar y dejar morir a su hijo para cuidar única e incondicionalmente a su amado).

Lo que hay en «Mil ojos» no es romanticismo sino denuncia laboral bizarra, pero denuncia al fin, en la que el Orden de Clases evidencia que reserva, para el trabajo femenino, un grado de explotación y riesgo que se explica por la opresión en el Orden de Géneros: porque finalmente queda claro que, pese a lo que le dijeron a Betsabé, no todas las cajas de vidrio tienen cadáveres falsos y la chica entiende que ella misma puede ser asesinada en cualquier momento. No es preciso pagarle para que pose con el realismo en el que ella se ha entrenado tan a conciencia.

En todos estos relatos, entonces, aparecen preguntas de varón que antes casi no existían en la literatura: ¿Qué pensaba la musa cuando fingía estar concentrada en inspirar a sus amados artistas? ¿Cómo pagaba su alquiler? Tampoco se evidenciaba que la fuerza física era sobre todo expresión del dolor y la impotencia. O que el dolor que inflige una mujer vengativa puede volverse un modo de confirmar la hombría, cifra horrorosa pero válida del saber.



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